Nací en el seno de una familia obrera Asturiana al inicio de la década de los 80, si algo recuerdo de esos primeros años de vida, son el miedo, la soledad y las constantes visitas a los médicos.
A los 3 años y medio tuve una gran crisis alérgica y asmática, aún la recuerdo como si fuera hoy, los ojos me picaban a rabiar, y se inflamaron tanto que eran como dos pelotas de ping-pong, no podía ni ver, no podía respirar, me ahogaba, el aire no entraba, parecía que tu hora había llegado, me iba a morir… desde ahí en adelante, las crisis fueron constantes, como también lo fueron las visitas a urgencias, a los médicos de la sanidad pública y privada, las pruebas, los tratamientos…
Fui diagnosticado con alergia a los ácaros y a los animales con crisis asmáticas, los broncodilatadores, antihistamínicos, corticoides, corticosteroides, antibióticos… se convirtieron en mis compañeros de viaje durante más de 15 años.
A pesar de todo esto, la separación de mis padres cuando yo tenía 6 años, la muerte de mi padre por suicidio cuando yo tenía 14 años, la vida seguía, y siempre pensé que mis años de infancia y juventud fueron muy felices. La vida me había regalado una buena dosis de felicidad y una sonrisa singular, que por suerte nunca se iba de mi boca. En los estudios me fue siempre bien, formé parte de un club de natación durante más de 7 años, y tenía amigos tanto del colegio como del club de natación. La sensación de sentirme fuera de lugar era constate, y cuando ahora me llegan fotos de esos momentos, me veo con una mirada tan triste, que me sorprende que nadie se diera cuenta.
Las crisis asmáticas y los tratamientos crónicos seguían ahí, pero según los médicos nada se podía hacer, vivía en Asturias, su clima húmedo favorecía las crisis y me había tocado vivir con ello. Con el paso de los años, las crisis fueron aminorando, pero los tratamientos crónicos seguían.
El último año de bachiller, algo cambió dentro de mí, y esa sensación de confort que me había acompañado desapareció, me sentía desmotivado, me costaba estudiar, todo se me hacía cuesta arriba, algo que me decía que tenía que salir de allí. Comencé a investigar, a buscar y tuve la suerte de que un amigo de la familia había estado trabajando unos meses en Irlanda, y me comentó que si trabajabas en el extranjero más de 6 meses, al regresar a España te daban una ayuda al inmigrante retornado durante 18 meses. Ya tenía el argumento racional perfecto, el dinero era necesario por si tuviera que ir a estudiar a alguna universidad fuera de Asturias, además estaba el inglés, que se había convertido casi en requisito para una buena carrera profesional.
Era el mes de Junio, y Dublín estaba lleno de trabajadores para el verano, así que me dijeron que no era el mejor momento para ir a buscarse la vida. Alguien me habló de la oficina de la juventud y la visité, parecía que el lugar perfecto para irse era Londres, a través de una agencia que te daba casa y trabajo en la ciudad. Así que sin saber allí me fui, en esta época tenía 18 años, había nacido en una cuenca minera, internet comenzaba y mi única experiencia internacional había sido en Francia de viaje de estudios. Me podía haber ido a Cuenca, pero mi destino era Londres, aunque mi conocimiento de esta metrópolis era nulo, simplemente fui.
La llegada a Londres fue indescriptible, nunca había visto nada igual, llegué a la estación de Victoria en hora punta y me quedé boquiabierto, aquello estaba abarrotado de personas de todas las etnias que te puedes imaginar corriendo, y yo estaba más perdido que una aguja en un pajar. A pesar de todas las aventuras que tienes que vivir, cuando llegas a un país extranjero desconocido, donde no hablas el idioma, a buscarte la vida sólo, algo me decía que estaba donde tenía que estar. Por primera vez en mi vida era feliz y lo acaba de descubrir, me sentía ligero, libre, afortunado.
Siempre recordaré mis paseos por Oxford Street en hora punta, había tanta gente que no podías ni caminar, y era libre, estaba sólo, no conocía a nadie, ni nadie me conocía, que sensación más bárbara.
Todo fue sucediendo, los conocidos, los amigos, los trabajos, las mudanzas, la libertad, la universidad, las fiestas, los viajes, los momentos difíciles, la multiculturalidad, la felicidad, el inglés, el crecimiento, la independencia… Londres era una ciudad exigente, y yo encajaba a la perfección.
A las pocas semanas de estar allí, sabía que no quería regresar a Asturias, siempre había tenido claro que quería estudiar, así que me lié la manta a la cabeza y busqué universidad. Los 3 últimos años en esta extraordinaria urbe, los dediqué además de a trabajar, a formarme académicamente. Las fiestas y las drogas recreativas también formaron parte de estos años universitarios.
Esa sensación que me llevó a Londres, se presentó de nuevo cuando estaba finalizando la carrera, la ligereza, la dicha y la libertad que me habían acompañado durante estos maravillosos años, comenzaba a desvanecerse poco a poco. La desmotivación e inseguridad comenzaban a mostrarse de nuevo, cada vez más firmes, y algo me decía “You have unfinished business in Spain (tienes asuntos pendientes en España)”
Al finalizar la universidad regresé a España, varios amigos Españoles habían vuelto un año antes, vivían en Madrid y laboralmente les iba muy bien, así que Madrid era el nuevo destino. Pasé los meses de verano en Asturias, pasando tiempo con la familia y amigos, viajando, sacando el carnet de conducir… Esa sensación, se había calmado con la mudanza y el divertido verano, pero al llegar el otoño, ahí estaba de nuevo y con más fuerza. A finales de otoño me mudé a Madrid, pero cada día que pasaba me sentía peor, cansado, falto de energía, desesperanza, problemas con el sueño, me quería morir.
No lo entendía, estaba en una nueva ciudad, con amigos, era bilingüe, acaba de completar mis estudios universitarios en una universidad británica, de pasar un verano fantástico, no tenía ningún problema aparente y no podía con la vida. Llegó a ser tan molesto que decidí ir al médico de familia. Después de 5 ó 10 minutos de preguntas y respuestas, me dijo que lo que tenía era el síndrome del viajero, esto provocaba un déficit de serotonina, que se solucionaba con las drogas psiquiátricas Prozac y Zoplicona.
Al menos parecía que todo tenía sentido, siempre había confiado en las autoridades sanitarias, debido a mi educación nunca me había cuestionada nada sobre ellas, los medios de comunicación hablaban milagrosamente sobre “la píldora de la felicidad”, tenía 25 años, y a pesar de que iba a ser un tratamiento molesto al principio (el médico me informó sobre esto), decidí tomarlo.
Los siguientes días fueron horribles, los síntomas que tenía se volvieron más intensos aún, ya no me quería morir, me quería suicidar, además aparecieron algunos nuevos, diarrea, nauseas, las ganas de vomitar constantes… El médico me había avisado, así que a pesar de estar sólo, decidí aguantar y seguir.
A las 2 semanas todo cambió de repente, la mayoría de los síntomas habían desaparecido y comenzaba a encontrarme bien. Retomé la búsqueda de trabajo, llegaron los trabajos internacionales, la vida social, las salidas, los viajes, la playa, el esquí… todo volvió a su cauce. Debido al éxito del tratamiento, a los 8 meses se finalizó, lo fuimos bajando poco a poco, y el médico me dijo que estaba completamente curado.
Los meses fueron pasando, Madrid me había acogido favorablemente y la vida me sonreía a todos los niveles, tenía un buen trabajo, mi círculo de amistades había crecido, mi familia estaba bien, viajaba… seguía echando Londres de menos, pero por lo demás, me encontraba bien.
De repente, el cansancio, el malestar general, las ideas suicidas, el insomnio… emergieron ferozmente unos 18 meses después de haber finalizado el tratamiento. No comprendía nada, según el médico, había sufrido el trastorno del viajero, ya me había curado y yo no me había cambiado ni de residencia ni de país. Regresé a su consulta y me dijo lo que le dio la gana, que si el episodio se podía repetir, que no era habitual pero ocurría, que si el déficit de serotonina… terminó derivándome al centro de salud mental correspondiente.
En el centro de salud las cosas fueron peor si cabe, cada día estaba peor, y tuve que contar de nuevo toda mi historia, el psiquiatra que me había tocado, no sabía si tenía depresión o ansiedad, lo que si tenía claro era que me tenía me medicar, salí de la consulta con dos nuevas drogas psiquiátricas, Escitalopram y Orfidal.
A partir de aquí mi vida se convirtió en un verdadero horror, quizás ya lo fuera antes o siempre lo había sido, cada cambio de tratamiento ocurrió por una gran caída (ahora sé que era el síndrome de abstinencia), y ocurrían incluso tomando el tratamiento:
- 2 años y medio de Citalopram + 2mg Trankimazin
- 1 año Cymbalta 30 mg + 2mg Orfidal (2 meses inicio con Mirtazapina)
- 1 año Cymbalta 60 mg + 2mg Trankimazin(2 meses inicio con Mirtazapina)
- (tiempos, número de caídas y tratamiento aproximado)
Cada crisis, significaba tocar fondo, estar fatal 24 horas al día por semanas y/o meses, pensamientos suicidas, cansancio, agotamiento, dolor muscular, insomnio, anhedonia… pérdida de trabajo, cambio de residencia, incluso de país, construir todo de nuevo, vida, trabajo… Los diagnósticos variaban según el psiquiatra de turno, depresión, depresión mayor, depresión crónica, depresión resistente al tratamiento (¿resistente a sus “medicamentos” basura?)…
Llegaron el Citalopram, Orfidal, Trankimazin, Cymbalta, la Mirtazapina… siempre antidepresivos cada vez más potentes, y a mayores dosis, aumentando las frecuencias de las crisis y haciéndolas más agudas e intensas. También las psicoterapias individuales, grupales, Gestalt, meditación, constelaciones familiares, los blogs internacionales… mi estado iba de mal en peor, y una vez más nadie parecía darse cuenta, llegó el punto que solamente podía trabajar en las épocas buenas.
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